jueves, 12 de mayo de 2016
Gregory Pardlo
Otoño después de la huelga
Tú crees
que si extiendes lo suficiente
tu red de deseo y voluntad, algo significativo
te responderá. Quizá nosotros mismos somos la respuesta:
cada uno un eco expandido que murmura, que vibra en el momento
anterior a recogerse.
Pero tú eres tozudo como Ulises en el mástil, como lo fuiste
el 81 mientras Reagan te ordenaba que volvieras al trabajo. Fuiste presidente
del sindicato local, revolviste con tu voz de trabajador
a la voz que logró castigar al ballet Ptoloméico de tráfico aéreo
con el propósito de un paro temporal;
la usaste para negarte a quebrar la protesta en que caminé
a tu lado en el exterior del Newark International.
Extraño sentarme junto a ti en la consola mientras trabajabas
el turno del cementerio en la torre. Mamá y yo te visitábamos
con nuestros sacos
de dormir.
Yo podía ver millas y millas de la carretera oscura, los sombríos
edificios oficinales que parpadeaban celdas con insomnio, el asfalto
extendido ante nosotros como la sábana de un picnic y a ti,
como un Buda de jade
difuminado en el fulgor de los radares.
Tú colocarías el micrófono frente a mí, cabecearías, y me permitirías dar
la palabra.
Yo llamaba de vuelta a casa a mis estrellas, y las trayectorias aéreas
se doblaban con el peso de mi voz.
Dices que extrañas guiar a aquellos leviatanes, cada uno atrapado
en el fierro
de tu liturgia. Yo, también, soy cautivo por la dura, ahora oxidada, música
de tus aerófonos.
Sigo tu música al día del accidente que contabas como un cuento:
tenías dieciséis, saltando entre las columnas que dividían jardines
de un lado de Widener Place hasta el otro, tratabas de impresionar a mamá.
Imagino la manera en que saltabas como la de una hoja montada
en el agua; cuando alcanzaste
el penúltimo, el talón de goma de tu zapato Chuck Taylor fue besado
por la columna, distorsionando tu ritmo mientras rodabas por el aire
de cabeza,
con brazos extendidos, meneándote hacia el último como con gran determinación
o ganas de vomitar. Por la manera en que aterrizaste,
con la garganta,
la columna
pudo haberte arrancado la cabeza. Desde entonces, tu voz se escucha
como un telegrama de tiempos de guerra: una andrajosa comunicación escrita a máquina
con la que pasas saliva con tu tos de fumador negra como llanta
rodando entre las nieves. Aquél otoño después de la huelga
éramos tan pobres que tú vendías todo excepto nuestro hogar. Dime, papá,
si cuando te parabas a la puerta gritando que entrara por las noches
podías escucharme hablar a los copos de nieve que caían
detrás de los postes de luz,
Si podías oírme allá afuera, imitando tu imitación de las oraciones.
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
No hay comentarios:
Publicar un comentario