martes, 10 de febrero de 2015

Maria Grazia Calandrone




Última, la huella

Y viene el día en que él aparece
y no sabes cómo acariciarle el rostro
porque es carne de sueño.
Decía el mundo te transforma en una cosa muerta
decía esto de las cosas del mundo
decía túmbate
junto a mí en el surco de las excavadoras, ahora yo puedo
acariciarte el rostro
entre estos cardos sin peso más allá del primer meandro del torrente – ven
decía, tienes que hacerlo
ahora. Así él acogió a su madre en el cielo
la espinosa plumada
con un corazón de acacia
que lo mutaba en una cosa muerta. Él
no puede estar vivo y no puedes hacerlo
morir si no por este desgraciado amor, porque tú llevas
las consecuencias de lo que has empezado
donde el calor del cuerpo forma las bañeras de consuelo y en los trasvases
su vivir ha sido suscitado
transparente y múltiple como un cristal de sal: tú tienes que hacerlo
evaporar ahora
por una calle empinada entre los cedros
para que sea esa orilla invisible que has observado quemarse – flamma
nominis – en la dulzura de la combustión
un día – alejarse
dejando la huella del costado en el fango
y la impronta del pie izquierdo
en la roca como última traza sobre la tierra de manera que justifique
mi sangre con el eco de una estrella muerta
un ardor de mono que el ojo no ve.

Vox Domini super aquas como una cosa flagelada y santa
sobre las cúpulas de oro de una ciudad a la espera donde resplandece
la luz del sábado
pero cisternas sepultadas como campanas y derivas de conchas funerarias o María
egipcia – flamma
nominis – o
criatura del aire
con espigas volcadas como lamas de protección del corazón
muéstrate sólo
iluminada por el sol
como por benevolencia, muéstrate como hierro sobre la piedra
y sepultada bajo los bloques de la basílica con agua
que se disuelve sobre las cúpulas para las artes estáticas mientras dejas
que a través de ti pase
la quimera de ojos transparentes que aquí llaman amor y
me anule, este dichoso nada.



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