jueves, 10 de noviembre de 2016

Ósip Mandelstam, Coloquio sobre Dante



Capítulo IV

   En el canto XVII del Inferno hay un monstruo llamado Gerión que sirve de transporte. Es una especie de tanque extremadamente poderoso y, además, alado. Pone a disposición de Dante y de Virgilio sus servicios, tras haber recibido de la jerarquía soberana la orden de transportar a los dos pasajeros al octavo círculo, que se encuentra más abajo.

due branche avea pilose infin l'ascelle,
lo dosso e '1 petto e ambedue le coste
dipinti avea di nodi e di rotelle:

con piú color, sommesse e sopraposte
non fer mai drappi Tartari ne Turchi,
ne fuor tai tele per Aragne imposte.[1]

                      Inferno, XVII, 13-18

   Se trata de la pigmentación de la piel de Gerión. Su espalda, su pecho y sus costados se encuentran abigarrados de ornamentos: nudos y círculos. Los tejedores turcos o tártaros, precisa Dante, no tienen en sus tapices un colorido tan vivo...

   La brillantez textil de esta comparación es deslumbrante, y son definitivamente inesperadas las perspectivas comerciales y textiles que en ella se revelan.

   El Canto XVII del Inferno, dedicado, por su temática, a la usura, está muy cerca de la combinación de mercancías y de la actividad bancaria. La usura paliaba la ausencia de un sistema bancario, del que se sentía ya una imperiosa necesidad; era el más indignante de los males de aquella época, pero al mismo tiempo era una necesidad que facilitaba el comercio con el Mediterráneo. La iglesia y la literatura cubrían de oprobio a los usureros, pero la gente seguía acudiendo a ellos. Había incluso algunas familias nobles que practicaban la usura: banqueros que tenían bienes territoriales, una base agraria, y esto irritaba especialmente a Dante.

   El paisaje del Canto XVII es de arenas incandescentes, es decir, algo que se asocia con las rutas de las caravanas árabes. Sobre la arena están sentados los más ilustres usureros: Gianfigliazzi y Obriachi de Florencia, Scrovegni de Padua. Cada tino lleva al cuello un saquito—amuleto o pequeño talego—con el escudo de su familia bordado en él sobre un fondo de color: un león azul marino sobre fondo dorado, el de uno; una oca más blanca que la manteca recién batida sobre un fondo rojo sangre, el de otro; una cerda azulosa sobre fondo blanco, el del tercero.

   Antes de embarcarse en Gerión y planear hacia el abismo, Dante reseña aquella curiosa exposición de escudos familiares. Hago notar que los saquitos de los usureros están allí como muestras de colores. La energía de los epítetos relativos al color y el lugar que ocupan en los versos hace palidecer la heráldica. Se habla de los colores con una especie de parquedad profesional. En otras palabras, los colores están presentados tal como son cuando todavía se encuentran en la paleta del artista, en su estudio. ¿Acaso es sorprendente? Dante era versado en pintura, era amigo de Giotto, y seguía con interés las rivalidades entre las escuelas pictóricas y las tendencias de la moda.

Credette Cimabue nella pittura...[2]

                   Purgatorio, XI, 94 

Wiliam Blake, Gerión transporta a Dante y a Virgilio hacia las Malasbolsas
Giustave Doré,  Gerión.


   Después de haber observado hasta la saciedad a los usureros, se montan en Gerión. Virgilio pasa el brazo alrededor del cuello de Dante y se dirige al dragón diciéndole: «Desciende en amplios círculos, baja suavemente; acuérdate de tu nueva carga.»

  La sed de volar torturaba y extenuaba a la gente de la época de Dante tanto como la alquimia. Era hambre de cortar los aires. Ninguna orientación. No se ve nada. Delante sólo hay una espalda tártara: la espeluznante bata de seda que es la piel de Gerión. Únicamente por el viento que azota el rostro se pueden intuir la velocidad y el rumbo, Aún no se ha inventado la máquina voladora, aún no existen los dibujos de Leonardo, pero el descenso en planeo ya ha sido resuelto.

   Y, finalmente, aquí irrumpe la cetrería. Las maniobras de Gerión, que retarda el descenso, pueden compararse con el regreso de un halcón mal lanzado que, habiendo remontado en vano, retrasa el momento de obedecer la llamada del halconero y, una vez que ha descendido, bate contrariado las alas y se posa lejos del lugar.

   Ahora trataremos de abarcar el Canto XVII en su totalidad, pero desde la perspectiva de la química orgánica de las ricas imágenes dantescas, que no tienen nada que ver con lo alegórico. En lugar de relatar lo que suele llamarse contenido, consideraremos ese eslabón del trabajo de Dante como una ininterrumpida transformación del sustrato de la materia poética, que conserva su unidad y se esfuerza por penetrar en su propio interior.

   El pensamiento en imágenes de Dante, como sucede en toda verdadera poesía, se realiza gracias a una propiedad de la materia poética que yo propongo llamar convertibilidad o mutabilidad. El desarrollo de la imagen sólo puede llamarse desarrollo de una manera convencional. Y es así: imagínense un avión—hagamos caso omiso de la imposibilidad técnica—que en pleno vuelo fabricara y lanzara otra máquina voladora. Esta máquina voladora, aunque ocupada de su propio movimiento, lograría ensamblar y lanzar una tercera máquina. Para que la comparación de la que he echado mano sea exacta, añado que el ensamblaje y el lanzamiento en pleno vuelo de esos nuevos aparatos, técnicamente inimaginables, no es una función complementaria o accesoria del aeroplano que está e vuelo, sino un atributo esencial y un elemento del propio vuelo y condiciona su seguridad y su éxito en un grado no menor que el buen estado del timón o el buen funcionamiento del motor.

   Queda claro que sólo forzando mucho las cosa se le puede llamar desarrollo a esa serie de proyectiles que se fabrican durante el vuelo y se lanzan e uno desde el otro para asegurar la continuidad del movimiento.

   El Canto XVII del Inferno confirma espléndidamente la mutabilidad de la materia poética en el sentido en que acabo de hablar de ella. Las figuras de esta mutabilidad se dibujan más o menos así: volutas y círculos sobre la abigarrada piel tártara de Gerión—los tapices de seda recamada, extendidos sobre un mostrador mediterráneo—la perspectiva marítima, comercial, bancario-pirática—la usura y el regreso a Florencia a través de los saquitos heráldicos con muestras de colores frescos que no estaban en uso—la sed de volar, sugerida por el ornamento oriental que encauza la materia del canto hacia un cuento árabe con su técnica de la alfombra voladora—y, finalmente, el segundo regreso a Florencia con la ayuda de un halcón que es irremplazable, justamente porque es innecesario.

    No contento con esta prodigiosa demostración de mutabilidad de la materia poética, que llega mucho más lejos que todos los lances asociativos de la poesía europea más reciente, Dante, como si quisiera burlarse del lector poco perspicaz, cuando ya todo ha sido descargado, expulsado, entregado, hace que Gerión baje a tierra y, benévolo, lo envía o un nuevo peregrinar, como un arco que lanza una flecha.



Ósip Mandelstam, Coloquio sobre Dante, trad. de Selma Ancira. Ed. Acantilado, Barcelona, 2004.







[1] ' Pelos en ambas garras le nacían, / y su pecho, su espalda y sus costados / pintados nudos, círculos lucían. / Con más coi lor sus telas y bordados / los tártaros y turcos nunca hicieron, / ni han sido por Aracne imaginados.
[2] Creed a Cimabue en la pintura

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