Todas las tardes hacia las cinco, esos dos jóvenes con paso de mandarín penetran en la penumbra del café, y pareciera que al punto la penumbra se hace más densa.
Desde un principio, no se asocia la serenidad de sus ademanes a la de algún paseante apacible: está forjada por la experiencia y hace pensar en ciertos acróbatas muy elásticos cuyos rostros llevan marcados los signos de una fatiga extraña.
(Tranquilo, tranquilo, callado, flexiones del cuerpo que saben de figuras extrañas a las actitudes de la vida y que pueden encontrarse, sin tregua, con la velocidad del relámpago, ante la belleza del problema por resolver.)
Crean a su alrededor un espacio, de cuyo centro parten, extremadamente mesurados, sus ademanes, y en el que se conforma su despacioso diálogo. Ahora, ahí están sus miradas soñando sobre algún texto publicitario.
Uno de ellos, recostado sobre la banqueta, inclina suavemente la cabeza algo por encima del hombre de su compañero.
Despiertan la atención al verlos a punto de leer el texto más trivial del mundo, como si de pronto debieran percibir las palabras más útiles, de modo extraño, desviadas de su objetivo, complicadas en un halo de tormenta inmóvil.
(Ciertas palabras, pronunciadas o leídas con una especie de sorprendente lentitud. y repentinamente aisladas en medio de un negro silencio atravesado por reflejos rojizos de espejos, vuelven a cargarse de un sentido que repercute interminablemente en lo profundo de las conciencias atentas.')
(De "L'accent du secret")
(Extraído de La Antología de la poesía surrealista de Aldo Pellegrini)
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