(Fragmento)
Como si la divinidad hubiera contraído
sarna para que la rascaran,
como un saltimbanqui que se daña
y apuñala con profundas dudas,
para mostrar con qué dolor tan leve
se curan las nuevas llagas de la fe,
aunque sabemos por penosa prueba
que siempre dejan una cicatriz.
Sabía dónde estaba el Paraíso,
podía decir en qué latitud estaba
y, a su debido tiempo, podría probar
que estaba debajo de la luna, o encima;
lo que soñó Adán cuando su compañera
salió del compartimento en su costado,
cómo fue tentada por el diablo,
mediante un exégeta del alto Teutón;
si alguno de los dos tenía ombligo,
quién fue el primero en dar a la música la calidad de lo maleable,
si la Serpiente en la Caída
tenía las pezuñas hendidas o no tenía,
todo ello, sin glosa o comentario,
podría descifrar en un instante
en justos términos, como los que barajan los hombres
cuando prescinden de un asunto y la materia
según a su religión convenía
concordar ciencia e ingenio;
era un presbiteriano puro,
pertenecía a ese terco grupo
de santos vagabundos, a quienes todos conceden
la ventaja de ser la auténtica iglesia militante,
y que basan su fe
en el texto sagrado de picas y mosquetes,
esos que deciden las controversias
con artillería infalible
y demuestran la ortodoxia doctrinal
con golpes y porrazos de apostolado,
que llaman a la espada del fuego y al saqueo
reforma plena,
que siempre ha de marchar adelante,
que siempre se hace sin estar nunca hecha,
como si la religión no sirviera
para ser recompuesta y remendada.
Una secta que basa su devoción
en raras y perversas antipatías,
en discrepar con esto y con lo otro
y encontrar siempre que algo falta;
más díscola, iracunda y esplenética
que perro sorprendido o mono enfermo
que atienda más al mal guardar una fiesta
que otros a guardarla con justicia.
Disculpa los pecados que le son afines
y condena los que no le interesan,
y tan perversa y acérrima es
que parecer adorar a Dios por pura rabia...
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