Cuentan los pescadores que en el Sur
sobre una isla espléndida en canela y en aceite,
y piedras preciosas que entre la arena rielan,
existió un pájaro que, posándose en la tierra
con su pico la copa de los altos árboles
podía deshojar, y cuando sus alas,
del color del jugo del caracol de Tiro,
había erguido en pesado y raso vuelo,
una obscura nube semejaba.
Si por el día en el bosque se ocultaba,
al anochecer regresaba a la orilla,
con la brisa fresca de algas y salitre
su dulce voz elevando tanto que los delfines,
amigos del canto, junto a la playa nadaban
en el mar henchido de doradas plumas y aúreos destellos.
Así había vivido, desde el primer comienzo
y sólo los náufragos le habían conocido.
Cuando un día las blancas velas
de los hombres, con propicio séquito
a la isla arribaron, la colina ascendió,
contemplando todos los queridos parajes,
extendió sus alas inmensas
y expiró entre gemidos apagados y dolientes.
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