domingo, 23 de marzo de 2014

Publio Ovidio Nasón




Era el estío; el día brillaba en la mitad de su carrera, y me 
tendí en el lecho buscando reposar de mis fatigas. La 
ventana de mi dormitorio, medio abierta, dejaba penetrar
una claridad semejante a la que reina en las opacas selvas, 
o como luce el crepúsculo cuando Febo desaparece del
cielo, o la noche ha transcurrido sin presentarse el sol 
todavía; luz tenue que conviene a las muchachas, 
pudorosas, cuya timidez busca los sitios retirados. De pronto
llega Corina con la, túnica suelta, cubriendo con sus
cabellos por ambos lados la marmórea garganta, cual se
dice que la hermosa Semíramis se acercaba al tálamo 
nupcial, y Lais acogía a sus innumerables pretendientes. Le 
quité la túnica, cuya transparencia apenas ocultaba ninguno 
de sus encantos; pero ella pugnó por conservarla, aunque
con la flojedad de la que ansía la victoria, y se aviene de 
buen grado a caer vencida. Así que apareció a mis ojos 
enteramente desnuda, confieso que no vi en todo su cuerpo 
el más mínimo lunar. ¡Qué espalda!, ¡qué brazos pude ver y 
tocar!, ¡qué lindos pechos oprimieron con avidez mis 
manos! Bajo su seno delicioso, ¡qué vientre tan recogido!, 
¡qué talle tan arrogante y esbelto!, ¡qué pierna tan juvenil y 
bien formada! ¿A qué particularizar sus atractivos? Cuanto vi 
en ella merecía fervorosas alabanzas, y oprimí contra el mío 
su desnudo cuerpo. ¿Quién no adivina lo demás? Por fin, 
agotados, nos entregamos los dos al descanso. ¡Ay!, ojalá 
consiga saborear muchos mediodías semejantes.


(AMORES I,5)


(Traducción de Germán Salinas)

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