martes, 18 de marzo de 2014

Udón Pérez



EN LA SELVA

El lago del sur, por extendido llano,
Entretejen los árboles bravíos
Su copa secular, sobre cien ríos
Que ruedan con rumores de océano.
Nunca en sus bosques el progreso humano
Abrió senderos y formó bohíos,
Sin que se alzaran a menguar sus bríos
La humedad y la fiebre del pantano.
Al paso de la audaz locomotora,
Que dominó las rústicas barreras.
Turba inmensa de pájaros se azora;
Y cual protesta a la invasión extraña,
El rugido espantoso de las fieras
Simula un terremoto en la montaña.

La frente en alto, la pupila roja,
Se hallan dos ciervos junto a dulce charco.
Donde forja la grama verde marco
Que agita el viento y que la linfa moja.
Uno al otro colérico se arroja;
Y bajo un sol de otoño en luces parco,
Cruzan las astas múltiples en arco
Cual una ramazón desnuda de hoja.
Ambos se buscan a la débil llama
Y que baña el charco en lumbre amarillenta;
Más cada vez la ira los inflama;
Y al fin cansados por la lid violenta.
Se desploman los dos sobre la grama,
Presos por la enredada cornamenta.

La joven india a quien la tribu nombra
"Lirio del bosque", por su dulce gracia,
Busca en la siesta florecida acacia.
Y al abrigo se duerme de su sombra.
Sierpe escondida bajo mustia alfombra
Muestra de pronto, entre la hierba lacia,
Dos pupilas que fulgen con audacia
Y una lengua de púrpura que asombra.
Avanza con sigilo y sin premura;
Sube y se esconde entre la tosca urdimbre
Que guarda el seno de la virgen pura.
Hinca el diente mortal entre claveles,
Y con airosa ondulación de mimbre
Sacude sus sonantes cascabeles.

Cuando bajo los árboles copudos
De la jauría audaz vibran los ecos.
Abandonan los váquiros sus huecos,
Labrados en los troncos hechos nudos.
Hay gritos en la selva, choques rudos,
Crujir de hojas y de ramos secos;
Y jirones de piel, cual rojos flecos,
Cuelgan en los colmillos puntiagudos.
En el encono de la lid salvaje,
Eriza la manada su pelaje
Y hediondo almizcle de su espalda brota.
Mas cuando el trueno del fusil estalla,
Rompen los cerdos la silvestre malla
Como un tropel de ejército en derrota.

Por oculta vereda, que enmaraña
La selva con sus juncos y sus flores,
En silencio, los indios cazadores,
Buscan un claro abierto en la montaña.
Siente la corza allí, que en luz se baña
De un sol canicular, leves rumores;
Y, fiando en sus cascos voladores,
Huye hacia un bosque de tupida caña.
Mas la turba la cerca, y la encamina
De soto en soto, hacia la trampa oscura
De un lago de betún que el sol calcina.
Y al dar la corza en él con rudo salto,
Se queda, cual inmóvil escultura,
De pies hundida en el hirviente asfalto.

Para en la hacienda el tráfago del día;
Y al entregar la tribu sus labores,
Con chumbes y refajos de colores,
A su modo salvaje, se atavía.
Después, en la cercana ranchería,
Resuenan papayeros y tambores,
Semejando sus ecos vibradores
Un iracundo mar bajo la umbría.
La tribu forma cerco; y al instante,
Suelta pareja, en danza extravagante,
Se estrecha y huye, retrocede y gira.
Y no cesa la danza bulliciosa
Hasta que el indio, a quien su dama acosa,
Cae a los pies de la gentil guajira.

Escapó con sigilo de la hacienda
Por huir las fatigas del trabajo.
Cuando el pueblo a sus chozas se retrajo
Y retiróse el jefe a su vivienda.
Atravesó la solitaria senda
En pos de la barranca hendida a tajo,
Y se fue río abajo, río abajo,
Sobre el tronco flotante de una penda.
Era un esclavo que en perenne duelo
Sufrió de un caporal el yugo impío:
Soñó en la huida, y al lograr su anhelo,
Aunque era noche plácida de estío,
Se ocultaron los astros en el cielo,
Cómplices de su fuga por el río.

Charlaban en la nave los peones,
Mientras iban clavando sus palancas
En el rojo tapiz de las barrancas
Y del río en las verdes ramazones.
Apareció un caimán. “De esos bridones
En más do una ocasión domé las ancas”,
Un boga dijo; y se lanzó a las blancas
Espumas que el raudal alza en turbiones.
Fuese al caimán con ánimo sereno;
Combatió con el monstruo frente a frente;
Y haciendo al fin de su chamarra freno.
De la temprana luz al rayo tibio
Se le vio cabalgar por la corriente
Sobre la espalda del rugoso anfibio.

El toro en la alta noche condenado
A morir del peón bajo el acero,
Dejó al caer, a orillas del sendero,
Una felpa de púrpura en el prado.
Cuando mostró en oriente el sol dorado
De su tesoro el resplandor primero,
Guiaron los pastores, al estero
Herboso y florecido, su ganado.
fue cada res al charco purpurino;
La sangre olfateó; rompió en lamentos
De triste vibración por el camino;
Y, bajo un cielo recamado de oro,
Se estremeció la selva a los acentos
Roncos y extraños del doliente coro.

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