viernes, 7 de marzo de 2014

Dana Gelinas





CIUDAD DE CAL



Yo nací bajo un cielo de cal,

donde la sombra era cada vez más

luna menguante

y la noche sitiaba su propio espejismo.

Ese lugar no era

lo que se dice un vergel

y sin embargo mi abuela y mi madre

—cuando madre y niña—

alcanzaron los racimos maduros

de tanto tiempo que esperaron

bajo el portal.

Ante mí, en cambio,

un día se abrió el suelo de la casa.



Allí brotaron,

uno por uno,

los males que no alcancé a nombrar a tiempo,

en el pecho esa prisa maldita,

un dolor de piedra en la espalda,

un infinito miedo a lo finito

como una sombra que va siempre adelante

y una voz que cortaba, tan amarga,

lo que antes era mi alimento.

Por eso escondo ese pueblo

y oculto su paz de polvo.

Ahora, que en esta rabia recomienzo una cosecha,

vuelven a mí las sombras prolongadas del desierto

y en sueños se desgrana un racimo ácido de insomnio

y un constante porqué, como en sordina.

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