sábado, 8 de marzo de 2014

Jorge Enrique Ramponi





EL HOMBRE tiene ojo azul para la brizna,
tierno bisel, cándido escorzo al tornasol furtivo.

Puesto a pulsar la piedra,
- oh arpa negra de bruces,
desolada-,
fulge un iris nocturno por su sangre,
y un pavor de liturgia le consterna como párpado lóbrego,
ya su recinto huésped de lo aciago,
porque la honda bóveda canta, requerida canta, fiel, en eco puro.

Puesto ya a orar,
puesto a llorar orando,
tiembla de la inocencia que un fulgor le asiste,
como una melodía en el silencio que se dilata y la circunda,
oh víspera del ángel sabio de la celeste fábula,
cuyo palor revuela cenital como un águila de arpegio.

Qué latitud, entonces, del corazón, que zona dulce emerge,
-ráfagas de memoria y márgenes de olvido-
donde la piedra flota sin reverso en la luz,
diáfana pluma, copo azul de espacio.

Pero la bestia mineral embiste al sueño.
El frío aliento que sopla su célula,
su faro de hielo, su mano de escarcha, apaga mi aura pura.
La piedra pierde en mí su maroma de lágrimas.
Al fondo de sus ojos su puente ciego se derrumba,
rebota en el corazón su arquitectura aciaga,
y alza otra vez a fiel su flota
anclada a eterna dársena y silencio,
soldada fósil sobre su agua dura.

Bultos de azar y signo.
Torreones solemnes.
Ni terrestre, ni marina, ni natural, anónima península.
Un ácido de sueño vertical, infinito,
cae desde la piedra hasta la sangre.

Patria sin súbdito,
oh abrupta silenciosa,
monótona profunda,
colectiva unitaria,
unánime infinita.

Qué viento alzó su remolino seco desterrado a escarpa,
que aún sopla en lo inmóvil,
meridiano de eternidad, eje del eje de la inercia.

(de Piedra Infinita)

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